Puta fábrica (“Putain d´Usine”. Levaray-Efix, 2007). Un cómic demoledor para nuestro sistema, imprescindible para nuestra sociedad

Puta fábrica es un cómic imprescindible. ¿Cuántas veces no habréis oído ya ese adjetivo empleado para multitud de obras artísticas de diferentes formatos, desde películas a libros, pasando por videojuegos o cualesquiera otras que podamos imaginar? En muchas ocasiones, la mayoría, tal calificativo entra en el universo de lo subjetivo, y será más o menos acertado en función de nuestros gustos, prejuicios, intereses o sensibilidades. Este caso es diferente. Aquí nos encontramos con uno de los pocos ejemplos en el que “imprescindible” se puede aplicar sin dudas, sin temor a exagerar.

Curiosamente, o no tanto, esto ya ocurría antes de que la crisis mundial provocada por el coronavirus viniera a tambalear todo el sistema económico y social del tan orgulloso capitalismo, entidad que se vanagloria de ser la cumbre de la evolución humana. Sin embargo, ahora, el carácter revelador de Puta fabrica es inevitable si queremos sobrevivir como especie. Porque de esta saldremos, pero una enfermedad ha puesto de manifiesto nuestra vulnerabilidad y las mentiras en las que se sustenta, bamboleante y sobre los hombros de las masas de trabajadores del mundo, nuestro sistema de creencias. Si, pese a obras como la que hoy nos ocupa, no nos atrevemos a mirar bajo el velo de Isis del sistema económico mundial, seremos destruidos y la historia de la humanidad no dejará de ser una nimiedad cósmica, protagonizada -si se puede usar este término para un evento tan intrascendente- por un simio pagado de sí mismo que se convirtió en un virus para su propia ecología.

Este cómic, guionizado por Jean-Pierre Levaray y basado en su libro Putain d’usine, magnificamente dibujado en un estilo sobrio y oscuro por Efix, nos cuenta un secreto a voces: nuestros trabajos son una mierda. Y dentro de esa porquería uno de los ejemplos más representativos son las fábricas. Casi sin excepción lugares contaminantes, peligrosos y alienantes, así como basados en una relación laboral jerárquica que descansa en el miedo a la sanción y en la esperanza (el peor de los males custodiados por Pandora y casi siempre vana) de poder mejorar algo, aunque sea para nada, en el escalafón de la empresa. Lugares defendidos con uñas y dientes por la legislación de los partidos políticos independientemente de su ideología, con los únicos derechos que se mantienen -cuando lo hacen- conseguidos hace practicamente un siglo, como la jornada de ocho horas (no olvidemos el tiempo de ir y de volver al “curro”, como bien dice Levaray) y constantemente amenazados por el temor al cierre y a la deslocalización. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí, cómo aguantamos esta mierda, nos pregunta la obra?

Parece increíble encontrarse con unas páginas tan lúcidas, pero existen, debemos buscarlas, aferrarnos a ellas. Aprender. El autor logra también mostrarnos la respuesta en unas pocas páginas cristalinas para aquel que se atreva a mirar: hemos sido comprados. Pero lo grave es que el sistema lo ha conseguido sin ofrecernos algo real, sino un sueño. De nuevo, la esperanza. En tener un coche mejor, un teléfono móvil más potente, en vestir ropa a la moda en una sucesión de la frustración que es el alimento de nuestra economía. Si no consumes, ergo si la felicidad está siempre un poco más allá -inalcanzable- el mago de Oz quedará visible. Y en el summum del éxito capitalista, de este drama de esclavitud voluntaria, el obrero jugará un maravilloso papel de inofensiva válvula de escape a cambio de unas migajas. Criticará a Amancio Ortega, pero porque lo envidia, mientras paga a crédito un coche que en muchas ocasiones no necesita y firma una hipoteca que le hace pensar que es alguien por tener cinco metros más de vivienda que su compañero de trabajo. Mientras tanto, irá una vez al año a una manifestación inocua para el sistema, como aquellas en las que igual puede ir una reina que una ministra, y se pensará revolucionario. El comunismo y el socialismo han muerto sin gloria en las fábricas de los estados liberales, mientras que en los países donde estos sistemas triunfaron se convirtieron en meros vehículos de dictaduras nacionalistas.

Y ahora, ¿qué? Levaray, entre otros a los que no queremos escuchar, nos ha avisado de las mentiras. Ha hecho falta un susurro de la naturaleza para que los cimientos de nuestras sociedades, frágiles como la ilusión de la que están hechos, se resquebrajen. De nosotros depende el futuro. El virus ya no nos encierra en casa, pero no hemos sabido construir una sociedad más justa y solidaria, en la que los trabajos cambien, con equilibrio en lo social y ecológico; a la par que en muchos ámbitos (como la sanidad, banca, energía, ciencia y otros) que deberían estar exentos de las necesidades e infinito apetito de lo que se ha denominado “mercado”, en realidad monstruo explotador para que unos pocos vivan -y pongan en peligro- a una mayoría, sigue igual.

Acabo con un ejemplo que me parece revelador de la situación meridianamente descrita por Puta fábrica. Una trabajadora, temporal, que desempeñaba su labor en una empresa de telemarketing abierta en tiempo de pandemia, murió por coronavirus. Vergüenza para los políticos que lo han consentido, para los empresarios que lo provocaron y para los sindicatos que no la defendieron. No os deseo lo mismo, no os deseo ninguna violencia, ni siquiera os deseo la cárcel. Me conformo con que un día entendáis el daño que habéis causado. Eso debería ser pena suficiente y un paso imprescindible en la construcción de un mundo mejor. Descansa en paz, compañera.

“De tener dos dedos de frente, saldríamos corriendo enseguida. Entre el paro y la muerte no hay duda posible. ¡Vaya alternativa! Y aun así, sé que mañana iré a currar de nuevo. ¡Puta fábrica!”. (Extraído de la obra).

Autor del artículo

Víctor Deckard

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