Las “otras” pelis de J. Lee Thompson: cine e imaginario estadounidense

Publicado originalmente el 20 de abril de 2020

En el programa más reciente de Podcaliptus Bonbon (aquí) hablamos de la dupla de pelis, analizándolas y comparándolas, “El cabo del terror” (“Cape Fear”, Thompson, 1962) y “El cabo del miedo” (“Cape Fear”, Scorsese, 1991). Ahí ya comentamos algunas cosas del primero de los directores, John Lee Thompson y sirva este artículo para hacer un repaso más detenido a parte de su trayectoria que -algo que nos gusta mucho por estos lares- es tanto ecléctica como sorprendente.

Lo cierto es que, en expresión muy usada en tierras amañadas, el amigo John fue desde pequeñito “un culo inquieto”. Nacido en Londres en el convulso año 1914, muy joven empieza a escribir guiones y alguna obra de teatro, debutando como director de cine en 1950 con “Murder Without Crime”. Sin embargo, la nostalgia positrónica que padezco va a encontrar su primer hito de la cultura popular con “Los cañones de Navarone” (“The Guns of Navarone”, 1961) con titanes de la altura de Gregory Peck, David Niven, Anthony Quinn o Richard Harris entre otros. Este tipo de pelis bélicas, muy de la época, me retrotraen a mi infancia de robotito, con emocionantes tardes pegado a la pantalla viendo como los héroes de la democracia y la libertad -hablando en un perfecto castellano de Valladolid- acababan a carretadas con lo malvados -y que mal pronunciaban los jodidos- alemanes y sus cosas de salchichas y nazis. En realidad, este tipo de obras venían a reconstruir el viejo género del western, que tan importante había sido en la conformación del imaginario histórico-social de los Estados Unidos, pero cambiando a los indios americanos por “Fritzs” vestidos de Hugo Boss. En este sentido hubo un buen puñado de películas -podriamos no parar de citar, pero valgan unas cuantas como “Los violentos de Kelly” (1970),  “Doce del patíbulo” (1967), “La gran evasión” (1963), “El desafío de las águilas” (1968) por señalar solo algunas-  cuya semejanza con cualquier realidad histórica es cuanto menos discutible, pero que a críos y mayores se lo hacían pasar pipa con su desmadrada epicidad y ritmos trepidantes. También fue la consagración de Thompson, que fue nominado a un Óscar que perdió frente a Robert Wise por “West Side Story”: nada que decir, señoría.

Se le da un aire David Niven en este fotograma a Franco -aunque en delgado- otro al que le gustaban las cosas nazis pero luego pasó a ser amigo de los “amerricanos” (pronunciación de sargento de la Wehrmacht), vieja estrategia del pelota: hacerle la rosca al que manda

Por otro lado, el director que nos ocupa también fue parte de la historia de otro mundo que nos encanta: la saga de “El planeta de los simios”. Reconociendo los valores de la reactulización de la franquicia, lo cierto es que las películas clásicas son protagonistas de una serie de historias fascinantes en el plano cinematográfico, pero también social y político, con importantes críticas a la política interna (caza de brujas) y exterior (Guerra de Vietnam) de los Estados Unidos, por mucho que los guionistas engañaran al inocentón de Charlton Heston diciéndole que las pelis iban de que “los humanos eran mejores que los monos”. Me imagino a Heston dándose la vuelta para coger un dónut de la mesa y todos partiéndose de risa a sus espaldas mientras lo señalaban. En cualquier caso, Thompson ya no coincidió con él y su participación en el proyecto fue con la dirección de “La rebelión de los simios” (“Conquest of the Planet of the Apes”, 1972) y “Batalla por el planeta de los simios” (“Battle for the Planet of the Apes”, 1973), es decir, por la cuarta y quinta parte de la franquicia. Lo cierto es que si bien la última puede considerarse la menor de todas y el presupuesto -así como que el hecho de que el guionista Paul Dehn ya no estuviera en el proyecto- no le benefician, ambas tienen virtudes y forman parte de la cosmogonía a la que dio salida el escritor Pierre Boulle, cuya relación con el cine puede ser también digna de análisis. Sea como sea y también a través de recuerdos infantiles, tengo un gran cariño a “La rebelión de los simios” ante la cual me quedé embobado de niño viendo el desarrollo del mono revolucionario César en un entorno brutalista (maravilloso el diseño de producción y la elección de exteriores de la Universidad de California), filme que fue de los primeros en enseñarme lo cabrones que pueden ser los humanos con el resto de animales.

Cualquier entorno mejora con monos (foto de Tony Hoffart con licencia CC en flickr)

Ojalá esto se convierta en disciplina olímpica

Finalmente, me gustaría detenerme en el último ámbito que Thompson abordó como director, nada más y nada menos que sus colaboraciones con la mítica compañía Cannon (que en palabras de Eli Roth en el imprescindible documental “Go Go Boys” , FUE -no dice “ayudó a constuir”, ni “formó parte de”- sino que dice que “FUE la cultura popular estadounidense de los años ochenta”). En este sentido, imprescindible señalar la colaboración con uno de los tótem de la mítica compañía: Charles Bronson. Lo cierto es que ambos ya habían trabajado juntos antes y habían puesto en el mercado pelis como la desconcertante “El desafío del búfalo blanco” (“The White Buffalo”, 1977) producida por otro que tal, el también inclasificable Dino De Laurentiis. Este largometraje, el último western de Bronson, es interesante: se sube al carro de bichos asesinos que había llevado al éxito Spielberg con “Tiburón” (Jaws, 1975) debido a su magia en efectos especiales -también obligada por los medios de la época- y al viejo truco de presentar animales con rasgos tipicamente humanos (venganza o crueldad). Con todo, esta del búfalo “achechino” se deja ver, y consigue traerme a la cabeza otro hito de la cultura estadounidense, la obsesión abordada por Herman Mellville (para saber más de este ilustre señor y de paso escucharnos haciendo el canelo, también hay programa de Podcaliptus aquí) con su inmortal “Moby Dick”. “The White Buffalo” está a años luz del libro de Melville, por supuesto, pero ver escenas con Bronson despertando y liándose a tiros con el techo de un tren porque ha tenido un mal sueño también es de mucho gustar, no me digan que no).

Efectivamente, no creerás a tus propios ojos

En cualquier caso, hubo química entre el bigotones Bronson y “Mighty Mouse”, sobrenombre puesto por Gregory Peck al director que nos ocupa, de modo que siguieron trabajando juntos en gran medida bajo el paraguas de la señalada Cannon. Debilidad en este sentido hay que mostrar por la ¿fabulosa? (¡sí!) “Yo soy la justicia 2” (Es decir “Death Wish 4”, 1987, porque este es de los casos en los que el baile de nombres con una saga parece consecuencia de una noche farlopera). En cualquier caso, aunque para desmadre yo prefiero la 3 (“El justiciero de la noche”, ¡que lío!), la verdad es que la de Thompson es de las de risión, con un Paul Kersey ya sin filtro sirviéndose de Uzis, botellas de vino bomba -sí, habéis leído bien- y la desintegración de villanos, por ejemplo, con un tubo lanzagranadas (maravilloso, y pensemos que el autor del libro que dio origen a todo esto, trataba de criticar a los que se tomaban la justicia por su mano. Me parto). Por cierto, ser familia, allegado o enemigo irreconciliable de Kersey no marca ninguna diferencia en esta saga: MUERES.

Paul Jersey asistiendo, con su expresividad habitual, a un nuevo desastre familiar

Cariño, me voy a trabajar

Y en este ámbito acabamos con otra C. La de Chuck Norris. Porque sí, amigos, si la Cannon tuvo un trío de ases ese fue el conformado por Bronson, Norris y Van Damme (con el permiso de Michael Dudikoff, que todos pensábamos de chavales que había estudiado ninjitsu y que en realidad no sabía ni lo que era un “Jun-tsuki” -sudansuqui que decíamos los críos, pues todos estábamos apuntados en los ochenta a Karate hasta que se nos pasó la tontería y preferimos salir a emborracharnos con garrafón-), y a Thompson solo le faltó el último, porque con Norris hizo la divertidísima (ya de forma involuntaria) “El templo del oro” (“Firewalker”, 1986) que se sube al carro de las dos primeras pelis de Indiana Jones, y a otras como “Tras el corazón verde” (1984) o incluso “Las minas del rey Salomón” (1985, también dirigida por Thompson y en la que se dice que parte del equipo se meaba en la bañera de Sharon Stone por ser una subidita), mezclando sin pudor las culturas maya, azteca, apache, egipcia (¡!) y que nos deja perlas de diálogo como aquellas en las que Norris le dice a Louis Gossett Jr. “no me seas tan marica” o “no me seas merengue, ¿has visto alguna vez un merengue negro?”. Si no se ríen con esto, no son humanos. Yo soy un robot y creía que me moría.

Ver a Norris de cura repartiendo hostias (¿como me iba a resistir a decirlo?) es uno de los placeres de la vida

-“Y entoshe le di asín con el anillaco”.
-“Joder que plasta”.

Puros, pistolas, puñales y gente colgada en templos azteca-mayas-apaches-egipcios: la Cannon en estado puro (guiño guiño con lo del puro)

En fin, amigos. Lo dicho, sirva este humilde artículo para homenajear a un director de carrera curiosa y señalar que repasar su obra puede ser no solo fuente de entretenimiento, sino también para aprender historia acerca de la construcción de parte de los rasgos culturales estadounidenses (a veces positivamente, a través de la crítica a la violencia o a la desigualdad y en defensa de una sociedad civil fuerte frente al gobierno, como en las pelis de los simios; y a veces para entender los aspectos imperialistas de ese acervo cultural: separación entre buenos puros y malos incorregibles, o visión de la historia de forma irreal con motivos propagandísticos), pero en cualquier caso siempre en las pelis señaladas -por lo menos para el que suscribe- de una forma que oscila entre sonrisa y carcajada.

Víctor Deckard (todas las imágenes son de wikipedia menos los fotogramas y la señalada como Creative Commons)

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Víctor Deckard

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