El derecho a la alegría (cuarta reflexión viral de una aspirante a filósofa)

Texto publicado originalmente el 23 de abril de 2020 por “Una podcalipster aspirante a filósofa” (en Twitter @Filoaspirante)

Estas reflexiones virales, cuya cuarta entrega estás leyendo, nacieron ante los retos y las perplejidades del confinamiento y se iniciaron sin una estructura preconcebida, pero han ido tomando, casi de manera natural, una forma similar. En cada ocasión ponemos el foco en una falacia generalizada de nuestra manera de ver e interpretar el mundo, cuyos efectos se aprecian en el modo en que estamos encarando, individual y colectivamente, la pandemia y las restricciones impuestas para acotar su propagación. Ser conscientes de la existencia de esos prejuicios interiorizados es el primer paso para cambiar la perspectiva y afrontar el desafío ya no solo con el menor grado de sufrimiento posible, sino incluso con alegría.

Alegría, sí, también en estas circunstancias. El derecho a la alegría es un tema que me ronda por la cabeza desde el comienzo de esta situación y que confieso haber estado tentada de abandonar a medida que se iban multiplicando los afectados por la pandemia, se acumulaban las semanas de cuarentena y comenzaban a flaquear los ánimos. Pero la alegría es un derecho, no un deber. La psicología positiva a lo Mr. Wonderful, si se entiende como una obligación, contribuye a aumentar la frustración de quienes suman a las emociones que consideran negativas —aunque sean humanas, inevitables y necesarias— el sentimiento de culpa por haber incurrido en ellas.

Ante un panorama como el actual, una cierta euforia hiperactiva ha servido —sobre todo en la primera fase del estado de alarma— para intentar ocultar y ocultarse emociones lógicas dadas las circunstancias, como el miedo, el hastío o la tristeza. En esta línea se situarían el histrionismo de balcón o las agendas repletas de videoconferencias y eventos online. Por otro lado, el humor y la creatividad han confirmado su valía como instrumentos que ayudan al ser humano a sobrellevar cualquier adversidad. Sin embargo, parecería obsceno declararse individualmente feliz en una situación colectivamente difícil.

Así, la sociedad —que todos conformamos— nos revela una doble dificultad, aparentemente contradictoria, como si se tratase del síntoma de una neurosis colectiva: por un lado, nos cuesta aceptar y reconocer la existencia de algunas de las llamadas emociones negativas y, por otro, restringimos nuestro derecho a la alegría, supeditándolo al contexto de cada momento. Con respecto a lo primero, hablamos de emociones negativas porque provocan sensaciones desagradables, pero el miedo y la tristeza se consideran también, con demasiada frecuencia, socialmente negativas, dignas de vergüenza. No así la ira, emoción que sí cuenta, por desgracia, con muy buena prensa y que enrarece y crispa la convivencia. Si no estuviese bien valorada, no se explicaría que tantos hagan gala de su rabia en medios de comunicación, foros políticos y redes sociales. Pero ese es otro tema, al que tal vez dedique otra entrega.

En esta ocasión quisiera centrarme en el derecho a la alegría. A la auténtica, no a la máscara que nos ponemos para ocultarle a la galería —y, lo que es peor, a nosotros mismos— el desasosiego que nos invade. Podemos asumir las dificultades, internas y externas, emocionales y vitales, que nos provocan esta pandemia y sus consecuencias en distintos ámbitos. Y, aun con eso —o, precisamente, gracias a eso—, podemos también disfrutar de esta experiencia y recordarla, pasado el tiempo, incluso con cierto cariño o nostalgia.

Ilustración de Dugald Stewart Walker para el libro Dream Boats and Other Stories (https://www.oldbookillustrations.com/illustrations/pipe-songs/)

Soy consciente de que esta idea puede resultar políticamente incorrecta. ¿Cómo hablar de alegría habiendo gente enfermando y muriendo? ¿No es algo inmoral? Desde nuestra cultura judeocristiana —que afecta, como un inconsciente colectivo, a toda la sociedad, incluidos los sectores que se consideran más laicos— no nos permitimos ser felices mientras haya sufrimiento alrededor. Lo malo de esta premisa es que siempre va a haber seres sufriendo. Por lo tanto, nos habríamos negado de un plumazo nada menos que el derecho a la felicidad.

Ser capaz de disfrutar de la vida mientras otros sufren no implica ser indiferente, egoísta ni cruel. ¿No es mejor ayudar o acompañar desde la alegría que desde la conmiseración, la victimización y la pena? ¿No lo preferimos así cuando estamos del otro lado? Es, además, una simplificación falaz dividir a las personas o los grupos entre los que sufren y los que no sufren. Todo ser humano experimenta emociones de todo tipo, tanto en condiciones adversas como cuando todo va aparentemente sobre ruedas. Y todos hemos padecido algún tipo de ansiedad o miedo estos días, como es lógico y normal en una situación de este alcance.

La alegría no se puede ni debe imponer, pero reprimirla en etapas de crisis por un sentimiento de culpa frente a quienes lo están pasando peor no ayuda a esas personas, nos hace un flaco favor a nosotros mismos y no aporta nada al colectivo. Ya lo dijo un sabio en la Antigüedad: «Nada curo llorando y nada empeoraré si me afano en gozar de la alegría»*.

No tiene sentido cargar con el peso del sufrimiento universal sobre nuestras espaldas. Y, puestos a asumir como propio el destino global, ¿por qué no atender a la otra cara de la moneda, a toda la bondad y la belleza que se está manifestando en este mismo instante en tantos lugares que nunca alcanzaremos a conocer? Como dijo hermosamente Facundo Cabral, «que no te confundan unos pocos homicidas y suicidas, el bien es mayoría, pero no se nota porque es silencioso. Una bomba hace más ruido que una caricia, pero por cada bomba que destruye hay millones de caricias que alimenta la vida». La vida es mucho más halagüeña que lo que muestran los telediarios.

Para concluir, me despido con un fragmento del poema de Carmen Martín Gaite «Mi ración de alegría», cuyas palabras hago mías:

Defiendo la alegría,
la precaria, amenazada,
difícil alegría,
al raso, limpia, en cueros,
mi ración de alegría.
No me arrastréis al pozo
de las verdes culebras.

No os arrojo a la cara mi alegría,
os la tiendo tan solo
como una débil luz, como una mano.
[…]
No me la reprochéis ni adobéis de negrura
como un reducto inmundo, segregado;
ved que no la defienden
ni pinchos ni alambradas
y que podéis pasar aquí conmigo
al sol.

En estos tiempos en los que se nos ha vetado el sol al aire libre, el del monte, la playa, las calles, las plazas, los parques y las terrazas, no nos neguemos también ese otro sol interno. Está a nuestra disposición y tiene el poder de alumbrar incluso los días más nublados.

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Aspirante a filósofa

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