EL TESORO DE LAS MEIGAS

La motocicleta entró en la aldea rugiendo como un lobo wargo y dejando a su paso una hendidura en la tierra embarrada. Con todo el desprecio de quien se sabe una máquina superior, dio varias vueltas alrededor del cruceiro y derrapó a mis pies salpicándome de fango hasta las rodillas.

Era una Zündapp KS 750, esbelta y poderosa, equipada con un sidecar en el que iba acoplada una ametralladora MG 42. La Zündapp era la motocicleta más usada por el ejército alemán, y la favorita del general Oskar von Stroot.

El oficial nazi no llevaba acompañante. Cogió un bastón de mando de madera negra y pomo metálico que llevaba en el sidecar y bajó de la moto. Se acercó al crucero que daba nombre a la aldea —O Cruceiro— y se quedó mirándolo. La cruz de piedra tenía la particularidad de que no estaba situada en un cruce de caminos, sino en una explanada irregular. Por lo demás, no tenía nada de especial; no era ninguna ruina medieval perfumada por la nostalgia, sino una sencilla plataforma escalonada con un pilar octogonal en el centro. Sobre el capitel había una cruz con la cara de Cristo toscamente esculpida en un lado y el padecimiento de la Virgen reflejado en el otro.

Cruceiro de La Parda – Alfredo Souto Cuero (Dominio público).

El general se puso a trazar surcos con el bastón en el barro a los pies de la plataforma. Mientras lo hacía, un camión Opel Blitz lleno de soldados germanos se detuvo a la entrada de la plaza. Cuando terminó y se echó a un lado, vi que el oficial nazi había dibujado en el suelo una esvástica de cuatro brazos.

Von Stroot se giró hacia mí y mostró una sonrisa cruel poblada de dientes amarillos. Llevaba el pelo muy corto en los lados y más largo en la parte de arriba. Nunca había visto una cara tan chupada y cadavérica como la suya en una persona viva. Aparentaba sesenta años, aunque en realidad no llegaba a los cuarenta y cinco. Su rostro estaba tan intensamente afilado que parecía el hocico de un zorro que se había transformado en humano.

—¡Heil Hitler! —dijo von Stroot alzando la palma derecha.

Heil —respondí automáticamente.

Unos minutos antes hubiera jurado que nada en el mundo podría romper la resistencia de mis cuerdas vocales a decir aquello. Pero ese era el efecto que von Stroot ejercía sobre la gente. Se decía de él que era el brazo derecho de Himmler y que, cuando estaba en el frente, se dedicaba a limpiar las áreas minadas poniendo a la población civil a caminar hasta que explotaban.

—Bienvenido a O Cruceiro, general. Me informaron de su llegada pero no del motivo. ¿Está aquí para seguir de cerca el estado de las minas de wolframio? ¿O de las rutas de la costa? —Von Stroot negó dos veces con la cabeza—. ¿Supervisión de las redes de espionaje, entonces?

Hacía dos años, en 1940, el general Franco había permitido a los soldados del Tercer Reich ubicar varias bases de radionavegación en distintas comarcas de Galicia. Se utilizaban para localizar submarinos, barcos y aviones en el Atlántico.

El oficial nazi volvió a menear la cabeza.

—Ah, ya sé. Viene a buscar pruebas de la supremacía de la raza aria. ¿No es así?

Oskar von Stroot me soltó un bofetón.

—La supremacía de la raza aria se demuestra por sí misma —dijo—. No hay más que ver a ese atajo de bestias.

Se refería a los casi cincuenta hombres y mujeres reunidos en la explanada al otro lado del cruceiro. Eran los habitantes de la aldea. La mayoría iban vestidos con simples retazos de tela y tenían la mirada devastada. Algunas mujeres llevaban a sus hijos pequeños en brazos. Los muchachos más jóvenes eran poco más que adolescentes con una línea de vello incipiente sobre el labio.

No había chicas. Se habían esfumado de la aldea antes de mi llegada. Al menos, eso era lo que afirmaban los aldeanos. Las batidas de los soldados bajo mi mando en su búsqueda todavía no habían dado con ellas.

Von Stroot hizo un gesto al camión Opel Blitz aparcado a la entrada de la plaza y sus soldados se unieron a los míos con las armas en alto. Un sargento alemán de pura cepa, con ojos azules, cabello rubio y bien alimentado, se adelantó e intercambió unas palabras secretas con von Stroot. Después el sargento echó a andar hacia los aldeanos.

­—Vaya con él —me ordenó el general.

Obedecí. Nos detuvimos delante de los campesinos y el sargento se puso a examinar con la mirada a cada hombre, mujer y muchacho. Finalmente, señaló a un anciano de largos cabellos grises que apenas se tenía de pie.

—Vamos, venerable viejecito, acércate —dijo el sargento en perfecto alemán sin importarle que el viejo no entendiese ni media palabra. Por el rabillo del ojo vi cómo se llevaba la mano a la culata de la pistola Luger P08 que le colgaba del cinto—. Ven y pórtate como un hombre, pedazo de bestia estúpida, peluda y fea.

El anciano reaccionó a los gestos que le hacía el sargento y caminó hacia nosotros con aire somnoliento. Estaba a la altura del cruceiro, con la boca hundida en el cuello de su gabán remendado, cuando la Luger retumbó con estruendo en el húmedo aire de la mañana. Las rodillas se le doblaron perezosamente, como si la artrosis opusiese resistencia, y el anciano se desplomó en el suelo boca arriba. Una mancha oscura comenzó a crecer en su pecho, donde segundos antes latía un corazón.

Una mujer aulló, y su aullido sonó como una súplica de venganza en el silencio que reinaba en la plaza.

—Para hacer la invocación tenemos que quemar el pelo y las uñas recién cortadas de un muerto —masculló el sargento mientras profanaba el cadáver con una navaja de afeitar.

¿Invocación? No tenía ni idea de qué demonios me estaba hablando. Volví junto al general von Stroot y le pedí explicaciones, pero lo único que me dijo fue:

—Quédese a ver el ritual, cabo primero Gausgofer. Así podrá informar al vicecónsul de primera mano.

Aquello sonaba condenadamente mal. No quería formar parte de ello ni permanecer cerca de von Stroot ni un segundo más. «Si huele a mierda deja que pisen otros primero», pensé.

—Prefiero mantenerme al margen, señor.

—No era una sugerencia, sino una orden —zanjó von Stroot.

Die lebendige Front – Albert Reich (Dominio público).

—El crucero es un occultum, un lugar de culto mágico. En realidad marca un cruce de corrientes telúricas. Con el amuleto adecuado podemos desatar el mysterium que guarda.

Von Stroot alzó el bastón de mando que había sacado del sidecar y lo sostuvo delante de mis ojos. El pomo terminaba en una mano metálica cerrada formando un puño amenazante, con el pulgar entre los dedos índice y corazón.

—El puño es el amuleto. Está todo explicado en el Libro de San Cipriano. —El sargento nazi se acercó al sidecar, cogió una mochila bandolera y me mostró un desgastado libro encuadernado en piel que había dentro. Mientras hablaba, sus repugnantes dientes amarillos asomaban en una sonrisa de maníaco—. El investigador de lo oculto Peter Missler Ojarak descubrió que el libro ofrece una lista de tesoros escondidos por los romanos en estas tierras y los meigallos, o sea rituales, para desvelarlos. También las fechas mágicas más importantes. Esta noche es una de ellas: señala la mitad más oscura del año.

Había oído hablar a los aldeanos de la festividad que celebraban esa noche. Ellos la llamaban samaín. Esa parte del relato de von Stroot era cierta, pero todo lo demás que me había contado no tenía ningún sentido para mí.

Mientras oía hablar al siniestro oficial me atormentaban dos sensaciones muy distintas. Por un lado, me moría de ganas de atizarle en la cara con cadenas oxidadas. Al mismo tiempo, tenía un miedo paralizante metido en el culo. No porque creyera en aquellas supersticiones paganas, sino porque la ciega convicción del general parecía peligrosa. Era un fanático sin escrúpulos y nada bueno podía salir de él.

—Desde que tengo memoria siempre quise ser un Inmortal —dijo von Stroot, confirmándome de un plumazo su falta de cordura—. Y mi hora por fin ha llegado. Porque no te confundas, Gausgofer, los tesoros de los que estoy hablando no son joyas, ni oro, ni diamantes. Son poderes sobrehumanos que a nuestro servicio se convertirán en las armas definitivas para conquistar Europa.

Hizo una pausa antes de añadir:

—Y, con el tiempo, el resto del mundo.


El ritual dio comienzo. Bajo la intensa luz de la luna llena, dos soldados de von Stroot, dirigidos por el sargento homicida, encendieron una hoguera a los pies del cruceiro. Usaron leña fina y seca de roble, que los autóctonos llamaban carballo. Era un árbol sagrado para ellos.

Mientras se llevaba a cabo la ceremonia no dejé de preguntarme por qué los aldeanos seguían tan aborregados. Se habían arrodillado en el suelo enlodazado de la plaza sin que nadie se lo hubiese ordenado. Estaban muy juntos, con las manos unidas y las cabezas inclinadas, en actitud orante. ¿A qué esperaban para plantarnos cara? Era cierto que tanto mis soldados como los de von Stroot los apuntaban con fusiles y ametralladoras, pero aun así tanta docilidad era desconcertante. Había pensado que cuando oliesen la sangre se largarían, pero el anciano muerto y mutilado que tenían delante, lejos de despertarlos, parecía haberlos sumido todavía más en su letargo.

Von Stoot fue echando varios ingredientes a la hoguera, a cada cual más insólito. Añadió una mezcla de hinojo, helecho, artemisa, romero y otras hierbas, y después un puñado de harina llena de hormigas. Por último, arrojó a las llamas el cadáver de un lobo —que sacó del sidecar de la moto con la ayuda del sargento—, un trozo de pan de maíz, ortigas y el pelo y las uñas del viejo de la aldea cruelmente asesinado.

Auga, fogo, terra e aire; mouchos, coruxas, sapos e bruxas —comenzó a recitar von Stroot, acercando el bastón a las llamas—. Demos, trasnos e diaños; espíritos das neboadas veigas, corvos, pintegas e meigas

Al mismo tiempo, los aldeanos entonaron un cántico conjunto, grave y profundo. Vocalizaban con las cabezas temblorosas y las manos agitadas.

Von Stroot siguió adelante salmodiando un galimatías del que reconocí algunas palabras como «hechizos», «Belcebú» y «cuerpos mutilados». Me di cuenta de que los soldados estaban tan tensos como yo mismo. Sólo el sargento de pedigrí cien por cien alemán —el asesino de la Luger— sonreía con entusiasmo.

Entonces sobrevino un silencio total y poco natural, tan cortante y estremecedor como el chirrido de la hoja de un cuchillo al pasarla por la piedra de afilar. Los aldeanos se encorvaron aún más, clavaron las manos en el barro y enmudecieron. Por la cara de von Stroot fue resbalando una mueca de decepción que encubrió la demente exaltación que lo dominaba unos segundos antes.

Al constatar que no sucedía nada, los soldados dejaron escapar un suspiro conjunto al que me uní sin molestarme en disimular.

Un coro de mugidos, balidos, berridos y otros bramidos animalescos rompió el silencio de pronto, retumbando por toda la aldea. Y acto seguido la tierra comenzó a temblar bajo mis pies. Von Stroot abrió mucho sus ojos de hielo y ceniza gris. Parecía un profeta ante la revelación que lleva esperando toda su vida. El sargento, a su lado, torció la boca en una sonrisa macabra.

Las sacudidas del suelo se concentraron en la base del cruceiro. De repente, lo impensable sucedió: el monumento religioso inició un movimiento retráctil, como si de un mecanismo de relojería se tratase, y se hundió bajo tierra. En el hueco que quedó al descubierto aparecieron unos escalones hacia el subsuelo, idénticos a los de una pirámide invertida.

Von Stroot y el sargento escogieron ese momento para apropiarse de mi lema «si huele a mierda deja que pisen otros primero», y decidieron que yo era el mejor candidato para aventurarse escaleras abajo. No me lo pidieron amablemente, sino haciéndome notar la Luger en las vértebras.

Descendí paso a paso, con una linterna en la mano y una docena de arcadas de pánico en la garganta. A dos metros bajo tierra encontré lo que no estaba buscando y para nada esperaba, como casi siempre ocurre. Las jóvenes de la aldea —las muchachas desaparecidas antes de mi llegada— estaban escondidas allí abajo. Eran siete. Se hallaban tumbadas en el suelo subterráneo con los brazos cruzados sobre el pecho. Iban vestidas como las campesinas que eran y parecían dormidas o muertas, o vampiresas perennemente jóvenes.

Quise huir muy deprisa, como si me persiguieran mil enemigos.

—Son fléridas, también llamadas lamias. Simples criaturas asustaniños. No hay nada que temer —dijo von Stroot a mi espalda. Pero su voz lo traicionó. Algo me dijo que se equivocaba y que nunca había estado más errado en su vida. Yo había oído hablar de aquellos seres en las leyendas locales. Los aldeanos las llamaban meigas y les atribuían poderes malignos fruto de pactos demoníacos. Conocía el idioma y las tradiciones de estas tierras porque mi madre era una gallega casada con un alemán, mi padre. Por eso me habían elegido para esa misión, y por eso sentía cierta misericordia hacia esas pobres gentes.

Las muchachas abrieron los ojos y un resplandor bermellón centelleó en ellos. El fulgor era intenso y vivo como los pétalos de una rosa roja, y exigente y cruel como una diosa vengativa.

Di media vuelta y salté hacia la salida como si de repente me hubiera dado cuenta de que estaba pisando brasas encendidas. Llegué a la superficie precedido de von Stroot y el sargento psicópata. El suelo retumbó y se estremeció de nuevo, agrietándose en varios puntos a lo largo de la plaza. De la boca de la hendidura salieron disparadas las siete jóvenes y se pusieron a volar en círculos alrededor de nosotros. Sus cuerpos no eran del todo opacos sino ligeramente translúcidos, y estaban envueltos en una neblina blanca-azulada con reflejos irisados.

Definitivamente eran meigas, brujas asesinas con poderes obtenidos de los diablos. No sé si fue el maleficio llevado a cabo por von Stroot lo que las invocó, o los rezos y cánticos de los aldeanos reunidos en la plaza, o ambas cosas a la vez. Pero tenía claro que habían salido de bajo tierra para aniquilarnos. Habíamos desatado una gran arma, pero el arma se había vuelto contra nosotros. Era como abrir la caja de Pandora y que todos los males del mundo te estallasen en la cara.

Lightning Struck a Flock of Witches – William Holbrook Beard (Dominio público).

—¡Por el poder que nos ha concedido la mano de la diosa anciana Ataegina, la Madre Primigenia y la Meiga Mayor —dijo una de ellas desde el aire—, disponeos a morir! ¡Es tiempo de matanza!

—Sí, acabemos con ellos de una vez —gritó otra—. Y luego celebrémoslo comiendo castañas cocidas con pan de maíz y vino tinto. ¡Que para algo estamos en otoño!

—¡Eso! —se mostró de acuerdo una tercera meiga—. Y de postre un traguito o dos de aguardiente tostada.

Se rieron con ecos estridentes. Y se lanzaron al ataque. Dos de ellas agarraron a un soldado por cada brazo y otras dos por las piernas, y separaron del cuerpo las cuatro extremidades a la vez. El desmembramiento produjo el mismo sonido que el chapoteo de una bota al pisar un charco de lodo.

Al mismo tiempo, las tres meigas restantes se dedicaron a arrancar las entrañas de los demás soldados, huidos en estampida. Algunos les dispararon para defenderse, pero las balas las atravesaban como a humo.

Uno de los soldados fue incendiado vivo y no paraba de aullar en el barro, donde estaba semienterrado.

—Gato muerto no maúlla —dijo una de las meigas tras perforarle el pecho con la mano desnuda y arrancarle el corazón de cuajo.

¡Carallo! —gritó otra cuando la cabeza de un soldado que tenía entre las manos reventó en una confusión viscosa de piel, sangre, hueso, carne y pelo.

Ahora los hombres, las mujeres y los muchachos de la aldea estaban de pie, observando la masacre con aire distante. En sus ojos no había ni sorpresa ni miedo. Parecía como si simplemente estuvieran constatando un hecho tiempo atrás anunciado y, por lo tanto, esperado.

—¡Chúpate esa, cara de cabestro! —se vanaglorió otra meiga tras subirse al sidecar de la moto de von Stroot y disparar la ametralladora contra un soldado joven, haciéndolo trizas.

A continuación la meiga se subió a la motocicleta, la arrancó y comenzó a perseguir a von Stroot, que corría como un endemoniado. La moto le dio alcance y le pasó por encima. La meiga atropelló al general varias veces más hasta que dejó su cuerpo lleno de surcos de ruedas sobre la ropa enrojecida de sangre.

En ese preciso momento el cuerpo carbonizado del sargento homicida cayó a mis pies sin cabeza. Reculé hacia atrás, tropecé con algo hundido en el barro —¡la cabeza del sargento!— y trastabillé.

Poco a poco los alaridos de los soldados que aún quedaban con vida se fueron apagando. Yo me había caído de culo en medio de la plaza y allí me había quedado, incapaz de reaccionar.

Las siete meigas se acercaron a mí, descendieron al suelo y me rodearon. Una de ellas se adelantó a las demás.

—Sólo quedas tú, Gausgofer. ¿Qué vamos a hacer contigo? —susurró con una voz desnaturalizada y la mirada roja y ardiente—. Eres un nazi, eso está claro. Pero, ¿eres un nazi bueno o uno malo? Pensémoslo detenidamente, porque la pregunta tiene tela.

—¿Acaso existen los nazis buenos? —dijo otra meiga, poniéndose a su lado.

—Yo… Sólo cumplía órdenes —balbuceé.

—Oh, sí, claro. Lo juras por tu picha, ¿verdad? Pero eso es lo que dicen todos, ¿no es así?

Lo último que oí antes de empezar a caer, y caer, y seguir cayendo en esta negrura rojiza y abrasadora que no tiene fin, fue:

—Lo siento, Gausgofer, pero la decisión es unánime:

»El único nazi bueno es el nazi muerto.


© P. A. García, 2024

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