Todas las sociedades humanas tienen tabús. Dos pertenecientes a la nuestra pueden ser la vejez y la muerte, teniendo en cuenta que la primera entronca mal con la filosofía “productiva” (relacionada ésta casi exclusivamente con el trabajo) de una sociedad de consumo, además de vincularse con la segunda, para la cual la ciencia no ha encontrado —al menos de momento— una solución. Si a eso se suma que el resto de integrantes de los sectores poblacionales, fuera de la niñez o ancianidad si tienen un empleo, éste posiblemente case mal con la conciliación familiar y por tanto con el acompañamiento de personas mayores, tenemos algunas respuestas que explican parcialmente la poca atención hacia la visibilización de estas etapas tan naturales en nuestra condición de seres vivos.
En el ámbito cultural poco se abordan estos temas en las corrientes más dominantes, como el cine, y si se hace tiende a ser desde luego en obras independientes. Como excepciones se podrían citar Cocoon (Howard, 1985), la más desconocida pero interesante Un golpe con estilo (Brest, 1979) y algunas de las películas más valoradas de la etapa reciente de Clint Eastwood como creador (Los puentes de Madison, más centrada en el amor, 1995; Gran Torino, 2008; Mula, 2018).
Los temas incómodos tienen por otro lado una condición particular en su comunicación —y por tanto en su enseñanza— a los menores, también por el comprensible intento de protegerlos. Sin embargo, desde mi experiencia personal cuando era niño, la preocupación por la muerte puede llegar pronto. No soy pedagogo, y no sé por tanto recomendar cómo comunicar diferentes conceptos en diversas edades. Pero aún recuerdo la respuesta de mi madre cuando una vez de peque le pregunté qué sucedía cuando morimos. Fue concisa en la respuesta: “no lo sé”. Aunque esto no me quitó el miedo, sí que me familiarizó con la idea de que no lo conocemos todo y que tenemos que vivir —así como morir— con ello. Aún se lo agradezco.
Por todo ello es gratificante encontrar obras en las que, desde un plano general, no se trata a los niños como idiotas —siendo individuos y por tanto merecedores del máximo respeto—, aún más en temas difíciles derivados de los defectos sociales. De la misma manera que la respuesta de mi madre quedó en mi memoria, ésta fue ocupada así mismo de manera indeleble por un episodio, concretamente el último, de la genial serie de Albert Barillé, Érase una vez… la vida (1987), tras haber ya realizado Érase una vez… el hombre (1978) y el espacio (1981).
Aunque siempre que la podía ver —me coincidía con la actividad extraescolar de tenis— me encantaba, este cierre, titulado “La edad del hombre”, me dejó impactado. En él, un abuelo explica a sus nietos por qué no puede jugar a la pelota con ellos, en qué consiste a grandes rasgos el proceso de envejecimiento y los motivos físicos conducentes a la muerte. Por diversos motivos hoy me he acordado de esta obra, que les enlazo aquí para que puedan juzgar. Tal vez algunas cosas se podrían contar de manera diferente en la actualidad, pero yo también le sigo agradeciendo que no me trataran —pese a ser niño— como un tonto, más —como digo— en algo tan delicado. Por cierto, la canción es de las que han quedado merecidamente para el recuerdo y si para la versión en España la interpretó magistralmente Manolita Domínguez; Sandra Kim, cantante de la versión original, ganó Eurovisión en 1986 representando a Bélgica. No todo va a ser trascendente —y menos mal— en la vida.
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LIBRO RECOMENDADO POR PODCALIPTUS, PORQUE “MOLA ARMA DE CLÉRIGO” (ES DECIR, “MAZO”)
4 comentarios
Hay generaciones que han crecido sin acceso una divulgación científica básica. Y eso puede tener consecuencias demoledoras y explicar buena parte de la irracionalidad que estamos viendo.
Muy de acuerdo. Gracias por comentar 🙂
La canción era tan popular que muchos llamábamos al programa “La Vida es Así”, y nuestros hermanos mayores nos corregían.
Muy bueno XD A mi me pasaba, también la llamaba muchas veces “La vida es así”