Publicado originalmente el 25 de mayo de 2020 por “Una podcalipster aspirante a filósofa” (en Twitter @Filoaspirante)
Muchos se aferran a su crispación y la alimentan como si fuese una parte irrenunciable de su identidad. No parecen darse cuenta de que sufrir una pandemia global nos permite deshacernos de una de las mayores falacias con las que habitualmente interpretamos el mundo y a nosotros mismos: la de nuestra absoluta independencia y desconexión del entorno, del planeta, del resto de seres vivos y de nuestros congéneres. La expansión del coronavirus nos despierta de golpe de esa ilusión: algo sucedido en el otro extremo del mundo nos afecta directamente, como el proverbial aleteo de una mariposa que puede acabar provocando un huracán a miles de kilómetros de distancia. De repente, queda patente que la salud de cada uno depende de la salud del conjunto, y a la inversa. Recuperamos la conciencia de que formamos parte de un mismo organismo: si yo me cuido, estoy cuidando a los demás; si tú te cuidas, me estás cuidando a mí. Y si, por el contrario, mi conducta es temeraria, esta puede afectar a quienes me rodean, a quienes se crucen en mi camino y a quienes se crucen con estos. En definitiva, nuestros actos repercuten, para bien y para mal, en el resto de la población. Lo individual se transforma en colectivo.
Nos percibimos desgajados del medio natural, como si las personas no fuésemos naturaleza. Pero nada en el universo es independiente del sistema del que forma parte. No solo la filosofía, sino también la ciencia postulan que todo procede de un mismo origen, incluida la humanidad. Somos polvo de las mismas estrellas. Debemos la vida en la Tierra y nuestra propia existencia y supervivencia como especie a multitud de factores aparentemente azarosos ocurridos dentro y fuera de nuestro planeta. A este respecto, es muy reveladora la serie documental de National Geographic One Strange Rock, con testimonios de astronautas que han tenido el privilegio de contemplar esta «roca extraña» desde fuera. Desde esa perspectiva externa, la obvia unidad de la impresionante esfera azul que habitamos deja en evidencia el vano artificio que constituye el empeño humano en dividirla mediante fronteras, etiquetas y clasificaciones.
Foto de la NASA (tomada de https://www.flickr.com/photos/nasamarshall/8250851747/sizes/l/)
Es obvio que somos seres dependientes de nuestro entorno: necesitamos alimentarnos y respirar. Durante mucho tiempo después de nacer, nuestra supervivencia está a merced de la ayuda de otros. Y, aunque finalmente adquirimos autonomía, somos seres sociales con necesidades afectivas. Esta interdependencia es ignorada por la cosmovisión imperante, la del individualismo neoliberal, que fomenta y se fundamenta en las nociones de separación y competencia y en la ley del más fuerte. El anhelo de crear vínculos y el hecho de pedir ayuda se entienden con frecuencia como una debilidad, en un mundo que demasiado a menudo valora más destacar por encima de los demás que servir al bien común. Y, sin embargo, esa pretensión de independencia es la que nos debilita: es la conexión con el resto la que nos da fuerza y nos resta vulnerabilidad. Son muchas las especies animales que sobreviven actuando como grupo. En las circunstancias actuales, no nos queda otra que seguir su ejemplo. Y es que esas especies que se sirven de la solidaridad para asegurar su continuidad tienen más posibilidades de perdurar, según analizó el ruso Piotr Kropotkin, que teorizó sobre el apoyo mutuo y dejó escrito en su obituario de Charles Darwin:
Las especies animales en las que la lucha entre los individuos ha sido reducida al mínimo y en las que la práctica de la ayuda mutua ha alcanzado el máximo desarrollo son, invariablemente, las especies más numerosas, las más florecientes y más aptas para el progreso. […] En la práctica de la ayuda mutua, cuyas huellas podemos seguir hasta las más antiguas fases de la evolución, hallamos el origen positivo e indudable de nuestras concepciones éticas; y podemos afirmar que el principal papel en la evolución ética de la humanidad fue desempeñado por la ayuda mutua y no por la lucha mutua.
(En Piotr Kropotkin, El apoyo mutuo, Logroño, Pepitas de calabaza).
Foto de portade de El apoyo mutuo
En cierto sentido, este aprendizaje de solidaridad se ha vivido intensamente durante los últimos meses: en el tremendo esfuerzo de los sanitarios y demás sectores de primera necesidad, aplaudido por el resto de la población; en las redes de ayuda de las comunidades vecinales y de los barrios; en el torrente de creatividad y de recursos compartidos en Internet; en la reconversión de algunas empresas para proporcionar elementos para afrontar la pandemia; en tantas iniciativas y tantos actos altruistas… Y todo ello a lo largo y ancho del planeta. La otra cara de la moneda, la del enfrentamiento y el odio, tiene entre sus causas, precisamente, la continuidad de esa manera obsoleta y desenfocada de ver el mundo más parecida al «sálvese quien pueda» que al apoyo mutuo. Ahí están las manifestaciones ultraderechistas en distintos países, los policías de balcón, la agresividad en las redes, las caceroladas, las bocinas, las banderas y el bochornoso mantenimiento de la crispación y el egoísmo en el ámbito político y mediático español. Y es que, cuando no abrimos los ojos a la evidencia de que formamos parte de un todo que nos trasciende, nos vemos abocados a nuestra pobre individualidad asustada. Por eso nos construimos identidades: para atrincherarnos frente a supuestas amenazas y enemigos, que es como acabaremos considerando, en último término, a todos los que no seamos nosotros mismos si nos dejamos llevar por esa lógica perversa que, lejos de protegernos, en realidad nos destruye.
Asumamos la enseñanza de José Agustín Goytisolo en su bello poema «Palabras para Julia», popularizado como canción por Paco Ibáñez. Allí le decía a su hija:
Un hombre solo, una mujer
así tomados, de uno en uno
son como polvo, no son nada.
[…]
Tu destino está en los demás
tu futuro es tu propia vida
tu dignidad es la de todos.
En otra canción archiconocida, «Gracias a la vida», Violeta Parra agradecía a la vida el haberle proporcionado el material para su canto y añadía: «Y el canto de ustedes, que es el mismo canto. Y el canto de todos, que es mi propio canto». Todos compartimos una misma dignidad, un mismo canto y, al percatarnos de ello, descubrimos que tenemos más hermanos de los que nunca podremos contar, en palabras de otro de los grandes cantautores de habla hispana: Atahualpa Yupanqui.
Estamos todos en el mismo barco. Y no solo cuando percibimos la globalización de problemas como esta pandemia, el cambio climático o la destrucción de los recursos y la biodiversidad del planeta. Parecemos haber olvidado que compartimos una existencia cuyas últimas claves desconocemos. Y que unidos no somos más vulnerables, sino más fuertes. Viendo ciertos comportamientos, se antoja una utopía demasiado lejana que rememos todos en la misma dirección para explorar el sentido de estar aquí y para contribuir a mejorar nuestro bienestar, que es el de todos. Pero —y ya que la cosa va de cantautores—, como cantaba el añorado José Antonio Labordeta —a quien debemos también ser un ejemplo tristemente raro de honestidad política—, «será posible que esa hermosa mañana ni tú ni yo ni el otro la lleguemos a ver, pero habrá que empujarla para que pueda ser». Pongamos el barco rumbo a esa mañana hermosa. Quienes insultan al de al lado no se dan cuenta de que están poniendo palos en sus propias ruedas. «Más que rabia dan tristeza, no rozaron ni un instante la belleza» —y esta vez cito al recientemente llorado Aute—. En lugar de hacer corrillos de venganza y culpa contra ellos —y «ellos» son siempre, casualmente, los otros, los que no son de «mi bando»—, en vez de hundirnos cada vez más en las arenas movedizas de una dinámica que nos impide avanzar, sigamos remando. Quién sabe si esa hermosa mañana no estará más cerca de lo que imaginamos.