Publicado originalmente por “Una aspirante a filósofa” (en Twitter @Filoaspirante)
En esta época prolifera en las redes la figura del hater. Que hablen de mí aunque sea mal, parecen decirse estos personajes. Tienen tal necesidad de atención que prefieren ser odiados a pasar desapercibidos.
Siento ser yo quien te lo diga, pero todos llevamos un hater dentro. Un odiador, un enemigo, un detractor, un difamador, un maldiciente, alguien que odia o cualquiera de los sinónimos que ofrece la oficialidad lingüística para evitar que incurramos en semejante anglicismo. Lo llamemos como lo llamemos, ese gruñón enfervorecido que a veces nos posee aflora cuando peor nos encontramos con nosotros mismos, con nuestro entorno, con la vida. No hay hater feliz.
Charles Chaplin en El gran dictador
Lo que odies dependerá de tu historia personal y tu sistema de valores, en buena medida adquirido por las circunstancias de tu vida y, por tanto, no esencial, sino variable, aunque se haya convertido en tu seña de identidad aparentemente más irrenunciable. Hay quien odia otras razas, a los españoles, a los catalanes, a los extranjeros, a las feministas, a los rojos, a los fachas, a los ricos, a los pobres… Yo, por ejemplo, odio a los haters. Sobre todo, a esos haters institucionalizados cuyo objetivo es despertar el lado oscuro de la población, de la que tanto dicen preocuparse, con el único propósito de abrazarse a un poder que nunca les dará la felicidad. Pero ellos, claro, no lo saben. Si no se dejaran obcecar por su hater interno, lo comprenderían al instante.
Las ideologías, los discursos y los partidos basados en el odio tratan de aprovecharse de nuestra parte más negra, que no es sino la consecuencia del miedo, de la sensación interna de carencia y separación, de esa vieja herida. Cuando permitimos que ese lado nuestro tome el control, nos comportamos como niños enrabietados que solo conocen el llanto, el grito y la pataleta como recursos para tratar de mitigar el dolor. Ya no somos niños, pero la herida sigue ahí. Y está muy bien reconocerla y aceptarla, porque es el primer paso para trascenderla. Pero ¿de verdad estamos permitiendo que esa parte oscura del ser humano sea la que ocupe las bancadas, de todos los colores, de los parlamentos y los foros de opinión? ¿De verdad hemos institucionalizado al hater?
Desconfiemos de quienes utilizan las negruras humanas ̶ el miedo, el odio, la exclusión, la agresividad ̶ como cantos de sirena para atraernos hacia sus filas. Si lo que me venden es odio y lo compro, no tendré más que odio. Y es evidente que el odio no soluciona ningún problema, sino que los multiplica. Y no solo eso: es una emoción altamente desagradable y destructiva para quien la sufre a través del comportamiento de otros, pero sobre todo para quien carga con ella dentro.
Desmontemos a nuestro hater particular. Seguro que nuestros motivos para odiar nos parecen legítimos, nuestro pequeño cascarrabias tiene derecho a estar enfurecido. Sea cual sea nuestra inclinación política o el conflicto en el que nos hayamos enredado, no hay nadie que no piense que tiene la razón. Y si todos creemos tener la razón, si todos somos “los buenos”, quizá lo que ocurre es que las cosas pueden mirarse desde distintas perspectivas. A poco abierto de mente y sincero que uno sea, comprobará que no siempre ha pensado de igual forma sobre todos los aspectos de la vida, que se puede cambiar de opinión y que también uno puede estar equivocado. Nunca sabremos cómo actuaríamos de estar exactamente en el lugar de aquel cuyo comportamiento nos parece aberrante, de haber atravesado exactamente sus mismas experiencias, su misma ignorancia, su mismo dolor. Interpretar la realidad como blanca o negra, como un todo o nada, como un combate entre buenos y malos, como un conmigo o contra mí es una visión distorsionada y peligrosa, incompatible con ponerse en el lugar del otro, sea cual sea ese otro. Si nos aferramos a nuestras opiniones e ideas como si fueran el santo grial, acabaremos, llegado el momento, dispuestos a morir o matar por ellas. En eso consisten las guerras.
Al hilo de este tema me viene a la memoria el famoso poema de Bertolt Brecht:
Primero se llevaron a los judíos,pero como yo no era judío, no me importó.
Después se llevaron a los comunistas,pero como yo no era comunista, tampoco me importó.
Luego se llevaron a los obreros,pero como yo no era obrero, tampoco me importó.
Más tarde se llevaron a los intelectuales,pero como yo no era intelectual, tampoco me importó.
Después siguieron con los curas, pero como yo no era cura, tampoco me importó.Ahora vienen por mí, pero es demasiado tarde.
A la postre, descubrimos que el odio solo quiere más odio y que el objeto de ese odio es lo de menos, por mucho que unos nos parezcan más justificables que otros. Es fácil odiar al que odia, porque el odio solo atrae más odio . (La buena noticia es que sucede lo mismo con el amor). Pero recordemos que ese ser que nos parece tan despreciable, incluso en el caso más terrible que nos venga a la mente, no es, en el fondo, más que un pequeño niño enrabietado con carencias afectivas. No podemos esperar que otros lo hagan: está en nuestra mano romper el círculo vicioso. Si no asumimos esa responsabilidad porque el de enfrente no lo hace, acabaremos siendo su reflejo y contribuiremos a materializar, nosotros también, aquella lúcida frase de Gandhi: ojo por ojo y el mundo acabará ciego.