Publicado por “Aspirante a filósofofa” el 2 de junio de 2020
Uno de los lugares comunes del relato oficial de la gestión de la pandemia es el de la «nueva normalidad», en un ejercicio eufemístico para evitar expresar que la vida cotidiana tardará en volver a ser como era, si es que llega a serlo alguna vez. Mientras muchos se afanan por recuperar cuanto antes el orden establecido previo, crece la conciencia de que el alcance de las transformaciones que estamos viviendo excederá los límites de la propia crisis. Y de que no todos esos cambios serán necesariamente negativos, puesto que la vieja normalidad era ya, en muchos sentidos, insostenible. Es más, el aumento de nuestra exposición a nuevas pandemias se deriva precisamente de la continuada degradación ambiental que hemos aceptado como normal.
Para la Real Academia Española, el adjetivo normal se aplica, en primer lugar, a aquello «que se halla en su estado natural». En su segunda acepción es sinónimo de «habitual» u «ordinario». La vieja normalidad era, obviamente, el sistema habitual antes de la expansión del coronavirus, pero en absoluto se trataba de algo natural. ¿Acaso es natural que se busque un crecimiento infinito con recursos limitados? ¿Hay algo más antinatural que un ser vivo destruyendo su propio entorno? ¿O que una especie compita con sus congéneres en lugar de buscar el mayor beneficio común?
El reto ahora es, en efecto, crear una nueva normalidad. Pero no la de la jerga política —esa fea realidad de las mascarillas y el distanciamiento—, sino un mundo con nuevas prioridades. Las circunstancias nos han permitido frenar para conectar con nuestras verdaderas aspiraciones como individuos, como sociedades y como humanidad. Cuando tantas cosas a nuestro alrededor se derrumban, no queda otra que repensarlo todo. Mucho de lo que había antes está dejando de servir y la crisis pandémica no ha hecho más que acelerar el proceso de su disolución, que deja abierto el espacio para lo nuevo.
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Si logramos desprendernos de los lastres de una vieja realidad que lleva tiempo haciendo aguas, esa nueva normalidad aunará las dos definiciones del término y lo natural se convertirá, por fin, en lo habitual. El objetivo fundamental no será el beneficio económico, sino el cuidado del prójimo, de uno mismo, de la naturaleza y del planeta. El ritmo se desacelerará y podremos, por fin, recuperar nuestro tiempo, que al fin y al cabo es nuestra vida, a la que en buena medida estábamos renunciando como si tal cosa.
A más de uno le parecerán una ingenuidad tales aspiraciones: la misantropía y el pesimismo están de moda y dan empaque intelectual. Pero los estudios psicológicos confirman lo que muchas personas intuimos: nuestras sociedades fomentan que nos empeñemos en alcanzar objetivos que no nos hacen sustancial ni prolongadamente más felices —posesiones materiales, dinero, prestigio, belleza física—, en detrimento de los factores verdaderamente relevantes para la felicidad —la realización personal por medio del desarrollo de nuestras cualidades, la gratitud, el trato amable hacia los demás, las relaciones sociales, la abundancia de tiempo libre, la focalización de la mente en el aquí y el ahora, la vida sana—. Así lo muestra el curso sobre bienestar impartido por la profesora Laurie Santos, el más demandado de la historia de la Universidad de Yale, de acceso público en línea para cualquiera interesado en el tema. Si aplicamos sus enseñanzas al ámbito social, resulta evidente que una sociedad más feliz será aquella que priorice la cooperación, los valores altruistas, las conexiones sociales, la realización del individuo y su disposición de tiempo para sí mismo, por encima del materialismo, la productividad a toda costa, el crecimiento constante, la actividad sin descanso y la lucha de egos. ¿Cómo, entonces, hemos permitido la construcción y el mantenimiento de sociedades que tienden a hacernos infelices? Ahora es un momento perfecto para reorientarlas. Y esto no beneficiará solo a uno de los bandos en los que nos dividen quienes quieren leerlo todo en términos bélicos. Será un avance para todos. El auténtico bien común.
Como dice el filósofo Daniel Innerarity, los únicos que no aprenderán nada de esta crisis son los que lo tienen todo claro. Continuarán aferrados a sus verdades inamovibles. Sin embargo, los que sabemos que no sabemos nada excepto que podemos imaginarnos un mundo mucho más amable que este, tenemos en nuestras manos responsabilizarnos cada uno de nuestra pequeña parcela y convertirla en un lugar mejor. Culpar de todo a unos o a otros de los grotescos protagonistas del circo político y mediático solo contribuye a propagar la crispación. Apaguemos los telediarios y los falsos debates, ignoremos el esperpento de esos guiñoles insultantes y egocéntricos, dejemos que se devoren entre ellos antes de caer en la trampa de devorarnos también entre nosotros. Hagámonos cargo de nuestro trocito de mundo. Solo así acabaremos convirtiendo lo que ahora nos parece una utopía en la nueva normalidad.